Ancianas Haciendo Ganchillo

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Una mujer castiga al pervertido de su marido.
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No puedo leer, no me concentro. Con cada pequeña turbulencia siento calor, siento cómo mi pulso y mi respiración se aceleran y lucho. Lucho en vano para controlar la erección visible que aparece en mis pantalones. La oculto entre mis brazos para que nadie la vea. ¡No puedo más!

Cierro la novela. Tengo que distraerme. Tengo que dejar de sentirlo o sino mi cara se convertirá en un reflejo de lo que estamos haciendo.

Voy a observar a los demás viajeros, me digo. El avión va completo, no queda ningún asiento libre. Viajamos apretujados, casi uno encima del otro, pero nadie presta atención a los demás. Lo único que miran es su teléfono móvil, su ordenador, su tablet o su libro. Somos un grupo homogéneo; todos viajamos en silencio y nos dedicamos a nuestros asuntos. Los miro y los veo tan iguales que seguramente los olvide nada más apearme del avión. Quizás, si estudiase sus rasgos podría mantenerlos algunos días en mi memoria. Pero, ¿para qué? Ellos también nos olvidarán. Dudo mucho que alguno de ellos se haya fijado en ese matrimonio de cincuentones que lee a Elisabet Benavent y a Pérez-Reverte. Ni siquiera nos han mirado a la cara en estos treinta minutos de vuelo. No serían capaces de reconocernos si nos viesen en otro lugar. Y ya no hablemos de describirnos. Desde hace ya varios años a ninguno nos importa un bledo quién se siente a nuestro lado mientras no nos moleste. Y estos pasajeros tampoco sentirán curiosidad por los títulos de los libros que leemos, el Excel que está rellenando el hombre trajeado del 5C, el juego de móvil al que juega el chico del 5A o la marca de la sudadera que lleva el chico de tez oscura que va en el 6C. Él que habrá pagado una buena cantidad de dinero para lucirla y los pasajeros de este avión ni siquiera recordarán que es de marca. Tendrá que subir una foto con ella a sus redes sociales para lucirla. Ahí, sí. Si le cae bien al algoritmo, ahí recibirá likes y comentarios, y sentirá que ha hecho una buena inversión.

En estos momentos, yo estoy agradecido de que en la actualidad todo el mundo vaya a lo suyo. Hoy quiero ser un pasajero anónimo más, quiero pasar desapercibido. Y para eso, debo controlarme. Cualquier fallo que cometa, por muy pequeño que sea, hará que rompa la homogeneidad de este grupo de viajeros, que los saque de sus importantes asuntos y que nos miren. ¡Que me miren a mí! Ella está tranquilamente leyendo y no levanta sospechas. Mi mirarán y me estudiarán. Sabrán qué libro tengo en la mano, qué ropa visto. Luego, me juzgarán y me condenarán. Seré señalado como ese guarro que hacía cochinadas en un vuelo. Entonces, jamás me olvidarán.

Un frío abrasador recorre mi columna ante esta idea de humillación pública.

Tiemblo y mi erección se afloja. ¡Bien!... ¡Mierda!, es pensar en ella y vuelve.

¿Cómo he acabado así?, me pregunto tontamente, como si no lo supiera. Éramos la típica pareja que no tenía el coraje suficiente para confesarse que su vida sexual hacía mucho que no funcionaba. Todos los domingos cuando acababa el telediario de la noche, hacíamos el amor, pero simplemente porque era nuestro deber marital. El acto era un teatrillo que llevábamos más de veinte años representando al dedillo. Yo en el papel de director por el simple hecho de ser hombre y ella en el de actriz por ser mujer. Conocíamos tan bien el guion que para ambos ya no tenía ningún tipo de frescura, ni gracia, ni nada. Antes de empezar ya queríamos terminar y volver a lo que hacíamos entre orgasmo y orgasmo, porque eso sí que nos llenaba. Nos queremos tanto que incluso éramos felices en nuestra insatisfacción sexual.

Una noche de sábado de hace un par de meses fuimos a cenar a casa de unos amigos que acababan de volver de sus vacaciones en Cancún. Tras la cena insistieron en que probásemos con ellos una botella de tequila que habían traído de México. Chupito a chupito fuimos perdiendo el norte. Llegamos a casa encendidos y que si te queda muy bien ese vestido, que si eres tú que me miras con buenos ojos, que si no seas tonta, siempre te miro como cuando tenías veinte años; que a ella le dio por improvisar. Me empujó sobre el sofá y acabé sentado con los pantalones bajo mis rodillas y mi mujer encima de ellas. Por primera vez en muchos años, disfrutábamos del sexo.

Ella marcaba el ritmo. Con cada subida y bajada me acercaba cada vez más al orgasmo. Próximo a él, todas esas fantasías sexuales que siempre me he ocultado a mi mismo decidieron salir a pasearse por mi débil y ebria mente. Me dejé llevar. Estaba harto de tener que ser yo el que se ocupase de la tarea de decidir qué hacer en la cama. Esa noche mi mujer había tomado las riendas como directora y qué bien lo hacía. Ambos estábamos disfrutando. Quise que siempre fuese así. Que me liberase de decidir qué hacer, que me dejase sólo obedecerla. Yo haría todo lo que ella quisiera. Si obedecía, que me premiase. Si no lo hacía, que me castigase como a un niño. Pero antes de eso necesitaba que me pusiese en mi lugar, ser yo el actor y ella la directora de nuestra vida sexual. Me tenía que robar el puesto y castigarme por haber sido el peor de los dominantes. Lo deseé tanto que lo dije en alto. «Pégame, nena». Esa frase tiñó mis mejillas de rojo un par de veces. Primero cuando me percaté de lo que mi boca había pronunciado y segundo, cuando ella me cruzó la cara con fuerza. Todavía notaba el picor en las mejillas cuando ambos llegamos simultáneamente al orgasmo más intenso que habíamos tenido en años.

Esa noche nos dimos cuenta de que había solución, de que podíamos resucitar nuestra vida sexual, pero que para ello, tendríamos que ser sinceros el uno con el otro y luego explorar territorios nada convencionales y mucho menos confesables. Éramos dos enamorados a los que ya no les funcionaba hacer el amor de forma convencional.

Así fue como descubrimos que eso de pegarse en la cama era una práctica sexual dentro del BDSM. Un mundo que nos fascinó desde que comenzamos a explorar mi rol sumiso y por consecuencia, el rol dominante de mi mujer.

Hoy en día, volvemos a ser esos dos adolescentes que se pasaban todo el día excitados. Igual que entonces, nuestra inexperiencia ha hecho que acumulemos más errores a la hora de ejecutar nuestras fantasías que aciertos. Pero, ¡qué importa! Hacía décadas que no estaba tan cachondo. Tan cachondo que a diario me masturbaba furtivamente en el baño. Sin su permiso. Pues nuestra regla número 5 dice «El inferior tiene prohibido eyacular sin el permiso explícito de su superiora».

Y como era de esperar, me pilló. Estaba tan defraudada conmigo que en el mismo baño tuve que contar en alto hasta quince mientras me azotaba con la cuchara de madera. «Gracias por castigarme, Domme», pero aún no me había castigado. Me dijo que tenía que pensar con qué acción enderezarme. Bien que hizo. Quince excitantes golpes eran prácticamente una invitación para seguir con mis pajas furtivas.

Esa es la razón de que me encuentro en un avión cumpliendo mi condena. Cumpliendo el castigo perfecto para un vicioso como yo: convertir mi excitación en terror. Y lo estoy pasando muy mal, lo odio, pero también me gusta sentirme acorralado. Quiero pararlo y quiero más. Sé que a partir de mañana me voy a encender pensando en este momento. Me excita el futuro y me aterra el presente, y es ahora cuando siento ambas sensaciones. Dicen que la excitación y el miedo comparten algunas áreas del cerebro. Yo debo tener esas zonas aturdidas, no sé qué me pasa pero las estoy confundiendo.

Parece que ya vuelvo a estar flácido. Ahora mi respiración es lenta y todos los demás viajeros están entretenidos con sus cosas. No me mira nadie. Estoy a salvo, por ahora.

«Señores pasajeros, hemos comenzado nuestro descenso hacia el aeropuerto de San Sebastián, donde estimamos tomar tierra en unos veinte minutos. A la izquierda podéis observar la ciudad de Pamplona. ¡Muchas gracias por volar con Air Nostrum!», anuncia el capitán por megafonía. Quita el piloto automático y una pequeña turbulencia sacude el avión y masajea mi próstata.

De repente, un fuerte grito en al avión rompe la uniformidad del grupo. Todos los viajeros interrumpen sus importantes tareas para mirarse los unos a los otros y detectar quién ha sido la persona que ha osado romper el silencio. Al grito siguen unos llantos. Es el bebé que viaja en la fila diez u once. Varios chasquean con la lengua en señal de desaprobación pero pronto reanudan sus tareas. Yo suspiro. Podría haber sido él. Aún puedo ser él. Y conmigo no tendrán clemencia.

Mi respiración se empieza a acelerar pero esta erección la tengo controlada. Me atrevo a mirarla ahora que estoy tranquilo, no quiero darle el gusto de verme sufrir.

Ella observa Pamplona desde su ventanilla. ¿Me está ignorando? Tener en sus manos el poder de humillarme públicamente debería excitarla y avivarla. Pero parece tranquila. No sé, no soy capaz de entender a los que han nacido para dominar. La gente normal piensa que cualquier persona en su sano juicio escogería ser el dominante en una relación BDSM. «Tener a una persona que hace todo lo que le digas debe ser lo más». Pero se equivocan, el placer del sumiso es físico, es palpable. Los sumisos sólo tenemos una labor: obedecer para ser recompensados con ese placer. Pero el placer del dominante es mucho más psicológico, mucho más abstracto. Se genera en el poder de controlar a alguien. Algo que nunca comprenderé. Así que desconozco qué estará sintiendo ella ahora mismo.

Pienso en esta tarde y mi cerebro se derrite. ¡Estoy ya tan cansado de luchar! El corazón me empieza a latir con más fuerza. Los brazos me pesan y los dejo caer en mi regazo. Me rindo a mis hormonas, que guíen mi sangre a donde yo no quiero que vaya.

--Cari, ¿puedes venir?

Ella estaba junto a un montón de pantalones y calzoncillos que había sobre la cama. Eran los que yo había metido en la maleta.

--Bien, princesita. Es hora de que te enfrentes a las consecuencias de tu travesura --me dijo lenta y severamente con su voz de dominante --. ¡Desnúdate y apoya tu espalda contra la pared!

--Sí, Domme.

Hice lo que me pidió en absoluto silencio. Cuando jugamos tengo prohibido hablar sin permiso salvo para decir la palabra de seguridad. Con ella revocaría todo el control que le he cedido y seríamos iguales. Pero si no hablo, ella manda.

Tras esposarme por delante, me puso mirando contra la pared. Sentí la agradable sensación de sus dedos húmedos entrando en mi ano. Exhalé con fuerza. Noté el desagradable roce de su manicura. Gemí con sutileza. Durante unos largos minutos, estimuló y dilató la zona. Ahí perdí mi mesura. ¡Cómo lo estaba disfrutando! No entiendo porque tantos hombres se autoprohíben disfrutar de la estimulación anal, a mí me encanta.

Entraban ya varios dedos, cuando noté que me introducía algo de goma y lo dejaba dentro. ¿Un plug?

--Tienes prohibido quitarte el plug. Tampoco puedes usar ropa interior-- me dijo mientras me liberaba de las esposas --. Ahora ponte estos pantalones de lino y una camiseta. Este será tu castigo por eyacular sin mi permiso. Durará todo el viaje.

--¡Gracias, Domme! --¡Vaya mierda de castigo! ¿Se estará ablandando?, pensé.

Me vestí deprisa. Tener un plug contra mi próstata era un poco incómodo, pero soportable. Luego descubriría que con las turbulencias del avión no lo era tanto.

De repente, ella sacó un pequeño mando de su bolsillo. Manejó una ruleta y pulsó un botón. ¡PUTA!

La vibración más potente que he sentido nunca me atravesó la próstata.

Jadeé.

Con cara de satisfacción, me miraba mientras seguía pulsando el botón.

Grité.

Decidió soltar el botón sólo cuando las piernas empezaron a temblar y a fallarme.

--Yo que tú intentaría controlar ese rabo. Ese pantalón es muy indiscreto-- se rio de mí.

Bajé la vista, vi que la silueta de mi erección se notaba perfectamente y comprendí su perverso castigo. Se pasaría todo el viaje jugando con mi debilidad: el punto P. Pero me vetaría disfrutarlo, ya que ocultar mis erecciones en este tipo de pantalón me mantendría ocupado. ¡Cómo me pone su sadismo!

--¡Vamos, que el taxi está llegando! --dijo.

Ahora sí que la tengo dura.

La miro, me echa una mirada heladora y mi cuerpo reacciona tiritando. No hay nada más vulnerable que un hombre empalmado y ella quiere jugar conmigo.

--¿Disfrutando del vuelo, cari? --pregunta bien alto empleando ese tono de fingida cercanía que usan las azafatas.

No contesto. Pero lentamente muevo los brazos que tapan mi paquete y le muestro la tienda de campaña que tengo montada en este pantalón de lino. Sólo a ella.

Sonríe. Se muerde el labio mientras hurga en su bolsillo. ¡El mando no, por favor! Tal y como estoy ahora, mancharía el pantalón y eso sí que ya no lo podré ocultar. Ella sabe muy bien que eyaculo con facilidad cuando me estimula la próstata y que ahora soy un blanco fácil.

--Cuidado, princesita. Te van a pillar --me susurra.

Una gota de sudor recorre mi mejilla. Pienso en ancianas haciendo ganchillo. En perros. En cualquier cosa que mantenga fría mi mente.

Miro al hombre trajeado del 5C. Ahora lee el periódico. Seguro que vuelve a casa tras un día de reuniones en Madrid. Para alguien como él, volando sólo se pueden sentir dos emociones: aburrimiento o terror. Me mira de reojo. Se ha percatado de que no respeto la homogeneidad de este grupo de viajeros que parecen practicar sexo vainilla y va a intentar encontrar el porqué. Compruebo que no ve mi menguante erección. Sonríe: me acaba de asignar el terror. Y ha acertado. La humillación de que me pillen empalmado me aterra. Pero que este juego pueda terminar en bochorno público también me excita. Adoro las paradojas del BDSM. Y también las odio.

--¿Miedo a volar? Tranquilo, hombre. Hago este viaje semanalmente y aunque hay aterrizajes movidos, los pilotos son grandes profesionales.

--Gracias --respondo en vez de decirle lo que pienso: si usted supiera.

Vuelvo a mirarla.

¡Ha cogido el mando! Lo acaricia mientras se hace la distraída mirando por la ventanilla.

Quiere que lo piense. Soy tuyo, Domme.

Pero ella sólo juega. No va a usarlo. Si gimo como antes, ella pasaría mi misma vergüenza. ¿No? Pero ella también es una sádica, es una cabrona. Lo va a usar.

Esta erección no baja y yo no quiero suplicar, pero no sé si puedo aguantar más.

«Cabin crew, prepare for landing».

Siento cada maniobra de aterrizaje en la próstata.

Sigo empalmado. Muy.

Ella juguetea con la ruleta del mando y sonríe. Yo sólo sudo.

La mueve a MAX.

Veo la costa en la ventanilla. Mi boca se seca rápidamente.

A la derecha: MIN.

Me agarro al reposabrazos. Intento suplicarle que pare, pero no me sale la voz.

MAX.

Veo la pista. Noto cómo todo mi cuerpo está en tensión esperando la descarga.

MIN.

Las ruedas golpean la pista y rodamos por ella. Vuelvo a intentar suplicarle. Ahora quiero que lo pulse, quiero manchar mis pantalones, quiero escapar de esta situación. Tener los pantalones manchados será un gran problema, pero un gran problema que resolveré en el futuro y que me liberará de éste. Al menos durante un rato no estaré aterradamente excitado. La humillación ya no me importa, yo sigo sin voz y seguro que puedo correrme sin emitir ningún sonido. Intento suplicarle para que lo pulse pero tampoco puedo. Estoy completamente a su merced.

Justo cuando el avión se detiene, ella acaricia el botón del mando y...

--¡Relájese, hombre! Que ya hemos aterrizado-- nos interrumpe el ejecutivo.

--¡Hasta que no vuelva a Madrid no me sentiré a salvo!-- digo a duras penas.

Yo vuelvo a pensar en ancianas haciendo ganchillo. En perros. En cualquier cosa que mantenga fría mi mente porque este castigo sólo acaba de empezar.

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