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La miré a los ojos, esos ojos suplicantes que tenía cada vez que el deseo se apoderaba de su cuerpo. La tomé entre mis brazos, una mano en su espalda desatando el sostén, la otra en sus caderas; inicié nuestro beso de pasión; sus muslos se apartaron, abriéndome camino, y coloqué mi pierna entre ellos; hice contacto con el tibio charco entre sus piernas; ella hizo lo propio con mi erección latente. Era nuestra técnica de siempre. Olvidé por un momento las fantasías, olvidé que mi cuerpo me pedía penetrarla, y dejé que su muslo calmara mis ansias.
No nos detuvimos en casi una hora. Juraría que esa noche acabamos dos o tres veces cada uno, pero no hubo tiempo de contar. Cada uno se alimentaba del placer que le entregaba al otro, en un ciclo de pasión sin fin.
"Te amo", nos decíamos entre besos, entre agarres, entre orgasmos.
Nunca más lo olvidaríamos.