Historia de Una Mujer Fácil (02)

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Clara se emputece poco a poco por sus deseos de vida lujosa.
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Parte 2 de la serie de 7 partes

Actualizado 05/25/2024
Creado 05/07/2024
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PRÓLOGO

Clara Fresnedillas Pérez tenía fama de ser la chica más fácil del despacho de arquitectura donde trabajaba. Ejercía como profesional de marketing de comunicación y era muy popular. A su competencia profesional se unía su dominio del francés e inglés de forma fluida, lo que le había permitido escalar peldaños con rapidez en la empresa. Aunque, a decir de muchos compañeros, ninguna de esas lenguas era la que manejaba con mayor soltura.

Rodeada de ingenieros como se hallaba, los rumores calculaban que se había tirado —o mamado— al 15% de los compañeros de la primera planta, a no menos del 10% de los de la segunda y a casi el 20% de los de la tercera. De la cuarta, al estar ocupada al 100% por personal femenino, parecía no existir estadísticas. Aunque en ella se ubicaba el Presidente, eso sí, pero las malas lenguas le atribuían tan solo alguna mamada esporádica, sin llegar a mayores.

Quizá esta ausencia de sexo completo con el gran jefe se debiera, según algunos, a que era primo del director Financiero —prometido de Clara—. Según otros, podría deberse a que al buen hombre no se le ponía lo suficientemente dura como para entrar en un chochito prieto y sinuoso como el que se le atribuía a la joven.

Lo que no sabía casi nadie —solo los afortunados beneficiarios de la garbosa muchacha— era que hacérselo con ella no salía gratis. Todo el que pasaba por sus labios —superiores o inferiores— lo hacía pagando una suculenta tarifa que Clara utilizaba como suplemento salarial a su insuficiente estipendio. Y decimos «insuficiente» porque la muchacha era de gastar mucho, no porque éste fuera escaso.

Cobrar por sus favores era la tapadera ideal para sus aventuras. Si empotrarla en alguno de los despachos o de los lavabos de la quinta planta —utilizada como almacén y poco visitada— les hubiera resultado gratis, la mayoría de ellos andaría presumiendo de hombría por haberse tirado a la novia del cornudo director de finanzas. Y todos en la oficina se habrían enterado en un par de días. Pero admitir que habían pasado por caja para abrirle las piernas sería una deshonra que ninguno de ellos estaba dispuesto a admitir.

Entre amigos los devaneos se tratan con condescendencia y, a las respectivas esposas, chitón. Pero lo de andar con chicas de pago no estaba bien visto, y el hecho de admitir que habían aflojado la cartera para echar un polvo —aunque fuera el polvo del año con Clara— les hubiera resultado vergonzoso y humillante. Así que callaban, sonrojados, y Clara tan contenta.

*

Era Clara a la sazón una mujer de veintiocho años, atractiva y provocadora, que dejaba huella por donde quiera que pasaba. «¡Aquí estoy yo!» parecían decir sus muslos bajo las cortas faldas o los ajustados pantalones que solía lucir, compitiendo con los llamativos escotes y sus andares de mujer fatal que hacían pendular su larga melena castaña.

Su rostro ovalado, como de almendra, parecía cincelado por un escultor romántico. Al admirar aquel rostro perfecto, rematado por unos ojos azul oscuro, tenías la sensación de que estabas ante una ninfa escapada de un cuento de hadas, traviesa y burlona, y era imposible no llegar a desearla. Los pechos, en fin, perfectos en tamaño y tersura, los adornaba la joven con prendas provocadoras, haciéndolos aún más atractivos.

Todos los chicos de la oficina la miraban con deseo, mientras que las chicas la observaban sin disimular la envidia.

Pero nuestra protagonista no había sido siempre así de llamativa. Cuando se incorporó al despacho de arquitectos contaba la edad de veintidós años y era de un perfil más bien tímido y apocado, aparte de contar con unos kilos de más y lucir un vulgar moño que le restaba encanto. Había llegado para realizar unas prácticas en sus estudios de Marketing y tan solo pensaba quedarse para obtener los créditos que le proporcionarían el ejercicio en la empresa.

Por aquella época, su forma de vestir, con ropas deportivas y holgadas, la habían hecho pasar desapercibida para los varones de la empresa, mientras que las chicas no habían notado su presencia ni a la hora de comer.

Siendo una profesional inteligente y cualificada —además de los idiomas que dominaba— fue seleccionada para ocupar una vacante indefinida. Clara, cómoda como se encontraba con el trabajo, y conociendo las posibilidades de desarrollo, lo aceptó y se había quedado en el despacho sin dudarlo.

Poco a poco, con esfuerzo y astucia, había ido escalando en categoría y responsabilidades. Al cabo de cuatro años ya se había cambiado tres veces de departamento, había multiplicado su escaso salario inicial por tres y había conseguido uno de los ansiados despachos de la tercera planta, donde se ubicaba el departamento de Marketing.

Fue por entonces que su vida comenzó a cambiar. Con un sueldo más que espléndido, y unida al grupo de chicas más marchoso de la empresa —autodenominado el de las «modernas»—, había transformado sus costumbres y su atuendo. De haber vestido de forma sosa y aburrida, ahora vestía ligera de ropa. De mostrarse tímida y apocada, ahora competía con las más echadas palante del lugar. Y, de ser virginal y pudorosa, había tenido en el último año no menos de tres escarceos furtivos en salas de reuniones con compañeros cazadores de presas fáciles.

Estos encuentros la habían abierto a un mundo de posibilidades hasta la fecha desconocido para ella. Todos ellos, además, habían tenido lugar con compañeros emparejados, lo que había facilitado que los escarceos fueran perecederos, como ella deseaba.

El único problema de este cambio lo suponía el vil metal. Llevar una vida desenfadada y repleta de entradas y salidas, fiestas casi todos los fines de semana —a veces también entre semana— y la ropa de marca que necesitaba para darse ínfulas, habían menguado sus ahorros hasta que amenazaron con desaparecer.

*

Cuando esto ocurrió, su cabeza empezó a fraguar una estrategia que de otra forma nunca se hubiera planteado: buscar un novio con buena posición económica.

Los compañeros que hasta ese momento la habían ignorado, dándose cuenta del bombón que se habían perdido hasta ese momento, habían empezado a rondar su despacho a la busca de sus favores. Y ella aprovechó este hecho para iniciar un casting silencioso entre ellos, dejándoles rondar, pero dando puerta enseguida a los que no servían para sus planes.

En primer lugar, los necesitaba solteros. Los casados solo podían ofrecer soluciones si aceptaran divorciarse. En definitiva, un rollo. Ni hablar: solteros o divorciados valían, pero nada de casados.

Para continuar, no los quería jovencitos. Descartó los menores de treinta y cinco, a excepción de que ejercieran una categoría de alto nivel en la empresa. De estos no había muchos, así que el casting lo terminó rápido entre ellos.

Por supuesto, el tamaño de su cuenta corriente era fundamental, así que descartó todos los que no ingresaran de cierta cantidad para arriba o tuvieran dinero de familia.

Por último, era imprescindible que el candidato fuera un panoli. Un hombre blandengue al que manejar a capricho y al que aflojar la cartera para saciar sus crecientes necesidades.

Durante tres meses aceptó citas de variopintos colegas, sin conseguir encontrar al adecuado para sus pretensiones. O no daban la talla en lo relativo a su situación económica, o eran demasiado controladores, o no daban el nivel de «panolismo» requerido.

Había casi descartado su loco plan cuando, en una reunión de trabajo, conoció en persona al Director Financiero. Carlos parecía buena persona y hombre amable con todos sus colegas, ya fueran superiores o subordinados, lo que agradó de entrada a la ambiciosa Clara.

Se dedicó a frecuentarle a la hora del café o la comida y el tipo terminó por cuadrarle al cien por cien. Clara consideró que aquella «bonhomía» que exhibía el pobre podía ser equiparable a un alto nivel de «panolismo» y pasó a la segunda fase del plan.

Esta fase consistía en estudiar al sujeto durante las siguientes semanas hasta obtener los datos que le faltaban: Carlos era divorciado y sin hijos. Bien. Era diez años mayor que ella. Genial. Tenía un sueldo de Director, lo que debía de equivaler a cinco o seis veces el suyo. ¡La leche!

Pero, sobre todo —eso lo supo tras conseguir engatusarle para la primera cita—, era futuro heredero de una más que moderada fortuna proveniente de un tío —casi un padre para él—, rico de nacimiento y vividor de profesión.

Todo ello unido conformaba el objetivo que Clara había perseguido. Así que lo agarró tan fuerte como pudo y no lo soltó hasta sacarle una declaración en toda regla, acompañada de rodilla en tierra, fecha de boda y planes de futuro.

En esos tiempos, la fama de Clara aún no había nacido, pero comenzaban a crearse las condiciones que la llevarían a alcanzarla en un plazo no muy lejano.

Y aquí es donde comienza nuestra historia. Justo en el día en que en el domicilio veraniego de sus tíos —una casona de las afueras de Barcelona— se celebraba una comida familiar en la que se fijarían los detalles para la próxima boda de los tortolitos. El día en que Clara comenzó a sentir que su vida se transformaba.

Continuará...

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