La Chica de la Guardería (04)

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Carlos se enamora de la chica de la guardería de su sobrina.
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Parte 4 de la serie de 11 partes

Actualizado 04/05/2024
Creado 03/05/2024
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Tardé unos minutos en comentarle a la profesora de mi ahijada sobre la forma en que debía dosificar la medicina: una cucharada antes de la comida y dos después.

Luego me escabullí de la guardería, cuidándome de que Lara no anduviera por los pasillos y me tocara cruzarme con ella de nuevo. ¿Qué cara pondría si eso ocurriera? Mejor hacer mutis a la francesa, pensé, y lo más rápido posible.

Salí a la calle y me dirigí hacia la moto, que había dejado aparcada al otro lado de la avenida. Mientras me colocaba el casco divisé a una figura conocida saliendo del edificio donde se ubicaba la guardería. Era Lara con su bebé en brazos que abandonaba el inmueble y se acercaba a un coche aparcado justo en la puerta de entrada a su trabajo.

«Qué suerte aparcar en la misma puerta --pensé--. ¿Pero por qué sale tan pronto?». Eran solo las dos y supuse que tendría un trabajo de media jornada, dedicando las tardes a cuidar de su hijo en exclusiva.

Me quedé mirándola embobado. No iba a poder curar mi obsesión por ella con solo proponérmelo, tendría que ir poco a poco. Vigilé su movimiento al inclinarse para colocar a su bebé en la silla del coche. No en vano sabía que debajo de aquella tentadora falda lo único que había era la piel más suave que había tocado en mi vida.

Cuando quise darme cuenta, Lara ya se había introducido en el coche, lo había arrancado, y salía de la plaza de aparcamiento camino de su casa. La seguí con la mirada y... y descubrí algo que había dejado olvidado: sobre el coche se veía un bulto, que seguramente había depositado allí mientras se encargaba del bebé. Debía de tratarse de la mochila en la que llevaría los utensilios del niño: pañales, biberones y todo eso. Si lo sabría yo, que era casi canguro titulado.

Arranqué la moto y salí tras ella a toda pastilla. La seguí durante casi un kilómetro, creyendo en varias ocasiones que podría alcanzarla en el siguiente semáforo. Todas ellas fue infructuoso mi intento de llegar hasta ella o al menos de llamar su atención.

A la enésima vez que lo intentaba --diez metros me quedaban para llegar hasta su coche--, giró de pronto y la mochila cayó rodando sobre la calzada. La esquivé como pude y paré la circulación para poder recogerla del suelo.

Cuando por fin la tuve en la mano levanté la cabeza, pero de Lara y su coche no hallé ni rastro. No sabiendo qué hacer, abrí la mochila y en ella encontré su cartera. Entre las tarjetas y algún billete localicé su DNI. Y en el DNI la dirección de su casa. Sonreí feliz. Si había ido hacia allí, podría darle la mochila en persona. En caso contrario, se la dejaría a alguna vecina.

Afortunadamente, la dirección que aparecía en el DNI no se hallaba muy lejos. En cinco minutos me encontraba aparcando frente a su edificio. Un bloque de diez plantas. En el carnet no se detallaba su piso. Joder, vaya putada, si me tocaba preguntar en el portero automático planta por planta las iba a pasar canutas.

Miré hacia las alturas y descubrí a Lara en un balcón. «Ostrás, qué suerte», pensé. Levanté una mano para llamar su atención, pero no debió de verme porque acto seguido se introdujo en la casa. Me pareció que se hallaba a demasiada altura como para llamarla a voces y preferí no dar la nota. Un sexto. Demasiado alto para mi gusto.

Aproveché que un vecino entraba en el portal y me colé tras él. Se trataba de un vetusto edificio, de esos antiguos con escaleras desgastadas y portero con uniforme. Me encantó la comparación con la casa en la que vivía, ese tipo de pisos modernos que parecen casilleros de lo pequeños que son.

Tras un vistazo de reconocimiento, comprobé que el conserje no se hallaba por allí. Debía de estar haciendo algún recado. Eso, en el caso de que hubiera algún conserje. Me dirigí a los buzones, no podía haber muchas Laras en el bloque. Encontré el suyo enseguida: era el que pertenecía al piso 6º C, y en pocos segundos llegaba hasta su planta en un arcaico pero amplio ascensor.

*

Pulsé el timbre una sola vez con la timidez del que cree estar molestando en casa ajena. Esperé un par de minutos y, cuando ya me disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió.

Lara apareció vestida con la ropa que llevaba en el trabajo y mi corazón comenzó a bombear apresurado. Supuse que, por atender al niño, no habría tenido tiempo de cambiarse por una ropa más cómoda. La excepción eran los botines, que habían desaparecido para mostrar sus pies desnudos --aquellos pies de uñas escarlata que me volvían loco-- y de la coleta que se había compuesto con la melena y que le daba un aire juvenil.

Su expresión sonriente mudó al verme y mostró contrariedad. Parecía que estuviera esperando a alguien diferente y que mi presencia la desagradara.

--¿Qué haces tú aquí? --dijo de muy malas pulgas, pero en tono contenido--. ¿No te ha quedado claro lo que hemos hablado hace un rato?

Extendí la mochila hacia ella y entonces comprendió lo que pasaba.

--¡La mochila del niño...! --susurró arrebatándomela de las manos--. ¿Cómo la has conseguido? ¿Tiene dentro el monedero?

--Sí... --respondí imitando su susurro. Claramente hablábamos bajo para no molestar al bebé--. Te la dejaste encima del coche y se calló sobre la carretera. Menos mal que estaba yo allí y lo vi...

--Oh, por dios, que tonta estoy... No sabes cómo te lo agradezco... --replicó un instante antes de que el niño comenzara a llorar en algún lugar de la casa--. Jo, no fastidies, se ha despertado Dani... vaya putada... Hoy le está costando dormirse, un nuevo diente, ya sabes...

Me iba a dar la vuelta para marcharme, cuando ella me colocó la mochila sobre las manos y me tiró de un brazo para hacerme pasar.

--Toma... --dijo antes de desaparecer por el pasillo de las habitaciones--. Llévala al salón, por favor, voy a ver si consigo que Dani vuelva a coger el sueño y enseguida estoy contigo. En la nevera hay cervezas por si quieres una...

--Gra...gracias... --dije algo aturdido.

Sin comerlo ni beberlo me encontré en el amplio salón de la casa de la diosa Lara. Miré la espaciosa estancia y quedé maravillado. Techos super altos decorados con escayola y lámparas decimonónicas con un gusto exquisito. Muebles antiguos pero sin extravagancia, conformando una imagen de otro tiempo. Amplios sofás de cuero y mesas de mármol de las que ya solo se ven en las películas. Grandes cortinas encuadrando un ventanal enorme que daba paso a lo que parecía ser una inmensa terraza.

Y, por cierto, no se veía un aparato de televisión por ninguna parte, aunque sí observé colgado del techo un proyector de vídeo. Lo vi normal, un plasma moderno habría destrozado la imagen del conjunto.

«Por dios, cuanto lujo», pensé. El marido de Lara debía de tener mucha pasta, porque aquella casa --el pasillo ya había visto que era largo como una culebra-- era imposible mantenerla con el sueldo de una administrativa de guardería a media jornada.

De fondo oía llorar al niño, parecía que se había espabilado y que se negaba a dormir la siesta. Debía de estar dando buenos berridos, porque había visto a Lara perderse en un giro del pasillo y su cuarto debía de encontrarse bastante alejado del salón.

A la espera de que Lara volviese, decidí echar un vistazo a la librería que presidía una de las paredes. En ella se alineaban decenas de lomos de libros bastante antiguos. Una delicia para un buen lector. Quien pudiera ser el poseedor de aquella magnífica biblioteca. Mientras miraba absorto los títulos, casi tropecé con lo que parecía un parque infantil. Se parecía mucho al de mi sobrina, pero le doblaba en tamaño.

Perdido entre los libros, llegué al extremo de la librería y descubrí algo que no había visto hasta entonces: hundida tras ella, de forma que era casi imposible de ver desde la parte central del salón, se hallaba una cortina de un tacto aterciopelado y muy gruesa.

«Cortina de reyes», me dije tocándola para sentir el tacto suave de la tela en mis manos. La sorpresa que me llevé fue cuando tras la cortina divisé una puerta. Revisé el perímetro del salón dando un giro de trescientos sesenta grados. La sala que hubiera tras aquella cortina no podía ser adivinada si no sabías que estaba allí. O si no la encontrabas por casualidad, como me había ocurrido a mí. Era como si el salón se hubiera dividido en dos partes, quedando la entrada a la estancia secundaria disimulada entre la anchura de la librería y la cortina.

Lo primero en que pensé fue en una película de suspense, de esas en que aparece un cadáver tras la puerta oculta del caserón. Sonriendo decidí aclarar el misterio de la habitación escondida, la curiosidad se había apoderado de mí y era imposible detenerme. De todas formas, ni de lejos me imaginaba que la puerta de un cuarto secreto fuera a estar sin cerrar a cal y canto. Se trataba más de un juego que de otra cosa, así que moví el antiguo pomo de la puerta y la empujé...

Y ésta, para mi sorpresa y sin el mínimo quejido, se abrió de par en par.

*

Crucé la puerta con cautela y lo que hallé al otro lado de ella me dejó alucinado. No podía creer lo que veían mis ojos. Pestañeé varias veces y llegué a pellizcarme para estar seguro de que no estaba soñando.

--Su puta madre... --susurré aturdido--. ¡La jodida habitación roja del señor Grey!

Llevaba razón en parte, aunque la habitación no era roja en absoluto. Se trataba de una sala forrada en madera. Muy amplia, pero no tanto como el propio salón principal.

Y, eso sí, por todas partes se hallaban colgados de las paredes, en estanterías o en mesitas acristaladas, todo el imaginario de herramientas que el mayor amante del sadomasoquismo pudiera desear. Lo que ahora han dado en llamar BDSM.

--¡Jo-der...! --me repetía mientras acariciaba látigos, cuerdas, esposas, dildos... y todo ese tipo de instrumental que sirve para infringir dolor, ya sea real o imaginario--. ¡La hostia en verso...!

Lo que más llamó mi atención, entre todo, era un juego de collares con correa. Para que se entienda, era como el collar que se le pone a un chucho, repleto de tachuelas y con una correa atada a él para manejar al animal. Aunque en este caso no estaban destinadas a sujetar a un perro, ni mucho menos.

Estaban todos en la mesa más cercana a la puerta de entrada y los había de diversos tamaños y colores. Por un golpe de curiosidad, tomé uno de ellos y lo acaricié. Era rojo y de tacto suave como el terciopelo. Calculé a ojo su tamaño y concluí que era perfecto para el cuello de una mujer joven y delgada --Lara, sin ir más lejos--, y eso me provocó una repentina erección.

Para engancharlos al cuello, los collares disponían de una tira de velcro que aparentaba ser bastante sólida, quizá para evitar que el «perrito» pudiera soltarse con facilidad. Un remache de seguridad sobre la tira de velcro parecía una forma añadida de evitar que el «perrito» escapara.

--¡Su puta madre...! --repetí para mis adentros.

Levanté la cabeza y me fijé mejor en los cuadros de la pared, a los que no había hecho mucho caso hasta entonces. Lo que al principio me habían parecido pinturas antiguas, en realidad eran fotografías en sepia. En todas ellas aparecía un tipo corpulento que tiraba de la correa en que se hallaba sujeta por el cuello una mujer joven con diferentes grados de desnudez y en posturas cada vez más procaces.

Me fijé detenidamente y de pronto caí en la cuenta de que la chica de las fotografías no me era desconocida: ¡joder, era la propia Lara! Supuse entonces que el hombre sería su marido. Este, con la cabeza tapada por una capucha, mostraba unos músculos suficientes como para matar a un caballo a puñetazos. Apunté el dato mentalmente para evitar cruzarme en su camino.

Me acerqué a la pared y fui recorriendo las fotografías una por una. Comprobé que en efecto eran bastante procaces, aunque no obscenas. El sexo de aquellas fotografías no era explícito, aunque se adivinaba que era sexo real lo que se desarrollaba ante la cámara.

Mi erección ya empezaba a doler bajo los pantalones. En mi vida hubiera creído que pudiera encontrarme en una situación semejante. Volví hacia la puerta de entrada con la intención de salir de allí antes de ser descubierto, pero divisé sobre una mesita un libro de gran tamaño que parecía un cuento. Y la pifié. No pude evitar la tentación y lo tomé entre las manos. Lo abrí y una vez más volví a quedar pasmado.

Se trataba de una especie de comic-guía de iniciación a las prácticas Sado. Estaba organizado en viñetas explicativas y por unos minutos me dediqué a hojearlo.

Era increíble, aquel libro era una guía para no iniciados tan gráfica que en poco tiempo aprendí del BDSM más que lo que hubiera sabido en mis veinticuatro años cumplidos. La erección en mi entrepierna ya dolía a aquellas alturas.

Tan imbuido en la lectura me hallaba que no me percaté de los pasos que se acercaban hacia la imitación del «cuarto rojo» del señor Grey. De todas formas, hubiera sido difícil percatarme de la presencia de Lara, ya que la ausencia de calzado la hacía caminar en silencio como un gato.

Continuará...

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