Dos Esclavas en Familia

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Paseo en calesa

Como había dicho Mónica, la mañana siguiente llegó la calesa. Era de madera ligera, especial para ser jalada por esclavos no muy robustos, hembras incluidas. Mónica estaba contenta y quiso probarla de inmediato. Hizo venir Berta y le indicó donde tenía que ponerse para tirar: delante entre las dos astas laterales a las cuales encadenó sus muñecas. Quitó los grilletes de los pies de la esclava para que pudiera caminar rápido, y subió a la silla. Berta se sentía como un caballo, nada más faltaba que le pusieran un arnés y unas bridas. Supo cuando comenzar a jalar por el latigazo que recibió en las nalgas. El látigo era ligero para calesa, no dolía mucho y no dejaba marcas, golpeaba la piel con precisión con un chasquido que era suficiente para espolear al esclavo. Berta comenzó a jalar, el vehículo con Mónica sentada parecía pesado, pero después de un centenar de metros comenzó a tomar un ritmo de caminata que hizo más fácil el recorrido. A falta de bridas, Mónica le indicaba si andar a la derecha o la izquierda, despacio o más rápido y cuando pararse, con órdenes secas acompañadas por el chasquido del látigo. Berta no podía distraerse. A pesar de que tenía que aguantarse la extraña y humillante sensación de jalar una calesa y recibir latigazos en las nalgas como un caballo, Berta disfrutaba el recorrido, saboreaba estar de nuevo en la calle después de meses en la casa. Se olvidó rápidamente del castigo y la humillación sufrida el día anterior. El paseo estimulaba su curiosidad y ganas de ver gente y lugares distintos.

La calesa cruzó varias calles y Berta oía que su ama saludaba a algún transeúnte, a pie o en otros vehículos. Algunos hombres se distraían vendo a Berta con sus bellas nalgas y piernas desnudas, no era común que las calesas fueran jaladas por esclavas tan bonitas. La velocidad era lenta y después de unas cinco cuadras Berta se sentía un poco cansada. Mónica se dio cuenta y le preguntó cómo estaba, en un tono insólitamente amable. Un poco sorprendida, Berta contestó que bien, solo tenía que ir despacio y pararse para hacer pipí y popó. Mónica le ordenó detenerse al lado del camino, bajo un árbol, detrás de otra calesa que estaba estacionada. Mónica le dijo que hiciera lo que tenía que hacer rápido, aún quedaba bastante recorrido. Berta generalmente no tenía pudor o modestia en hacer en público sus necesidades, se acuclillaba y lo hacía donde su amo Mario o su ama Mónica le indicaran, en el pasto o entre los arbustos ¡pero ahora se le pedía que lo hiciera como un caballo! De pie, en la calle, y atada a la calesa. Sentía extraño y humillante hacerlo así delante de Mónica y los transeúntes, pero las ganas eran demasiadas. Extendió como pudo las piernas y dejó fluir un chorro de orina que formó un pequeño charco amarillento en el piso cubierto de hojas, luego abriò el culo y le salió la popó que cayó al suelo como estiércol de caballo. No le fue permitido limpiarse y recibió un latigazo en las nalgas que significaba que la parada había terminado.

Después de unas cuantas cuadras más, llegaron a la iglesia. Mónica estacionó la calesa en el lado oeste del edificio, amarró una cadena al cuello de Berta fijándola a la base circular de una alta cruz de piedra, que tenía aros empotrados que servían para atar animales y esclavos.

Era ya tarde y la misa había terminado, los fieles ya estaban saliendo del templo, Mónica entró para rezar y buscar a unas amigas suyas para platicar. Berta quedó allí junto con otras calesas, algunas jaladas por caballos o mulos, otras por esclavos. Eran una docena, estacionadas alrededor de la cruz como rayos de una rueda. Avergonzada de estar allí encadenada con el trasero sucio, esperó pacientemente a su ama, acuclillándose para descansar un poco. A sus lados derecho e izquierdo estaban una calesa con un caballo y un carruaje más grande con un mulo, más allá, rodeando la base de la cruz, otros vehículos tenían esclavos.

De una puerta lateral del templo salió un sacerdote con un aspersorio, acompañado por un monaguillo con un turíbulo humeante, los dos se acercaron a los carruajes y comenzaron a esparcir agua bendita y humo de incienso sobre bestias y esclavos por igual, profiriendo el clérigo letanías en latín e invitando a los esclavos a ser obedientes y sumisos a sus amos, cumpliendo la voluntad de Dios.

Mientras el sacerdote se iba, Mónica salió del templo con dos amigas que había encontrado. Las tres llegaron platicando hacia la calesa de Berta. Una vestía una chaqueta de cuero, camisa blanca, una falda corta y botas, la otra con un atuendo sencillo pero elegante, con una blusa de color café, una camisa muy escotada y una minifalda negra apretada y zapatos también negros. Mónica vestía una casaca apretada de color grisáceo, camisa blanca con botones de perlas, un foulard al cuello de colores vivaces, falda corta negra con pliegues y zapatos grises oscuros.

Se pararon al lado de la calesa que Mónica quería enseñar a sus amigas.

-Esta es mi calesa, ¿lo ven? Es muy ligera, está hecha de madera de balsa. La esclava se llama Berta. Berta, ¿tienes sed?

Berta se puso se puso de pie y asintió con la cabeza, entonces Mónica sacó de su bolsa una pequeña botella de plástico media llena de agua y la vació lentamente en la boca abierta de la esclava, que tragó con gusto el líquido refrescante. Mónica le secó la boca con un pañuelo, luego abrió un paquete de caramelos, puso algunos en el palmo de su mano y extendió su brazo. Titubeando un poco, Berta los agarró con su boca, tenían un sabor dulce y se derritieron rápidamente entre la lengua y el paladar.

-Parece una esclava fuerte, tiene piernas robustas. --Comentó una de las amigas, la que traía botas.

-Sí Carmen, es buena, pero le falta aún entrenamiento. Es su primer paseo.

-¿Y por qué trae puesta una blusa? Es raro... -Comentó la otra amiga.

-Sí, tienes razón Isabel, es culpa de Mario, a veces tiene ideas extravagantes.

Las dos amigas observaron la esclava con curiosidad.

-Mónica, ¿podemos examinarla?

-Por supuesto Carmen, adelante. ¡Berta! ¡De piè!

Carmen se acercó para inspeccionar a Berta, le abrió la boca con los dedos y le inspeccionó los músculos. La esclava olía mal, su culo todavía estaba sucio y tenía los pies literalmente negros por la suciedad de la calle.

-Es una buena bestia, pero tienes que lavarla, apesta a estiércol y orina.

-Sí, sin duda necesita una lavada.

-Parece que acaba de parir. ¿Cuántos alumbramientos ha tenido?

-Por el momento sólo uno, un varón. Espero que quede preñada de nuevo después de la lactancia. Mario es muy bueno con esto...

Las tres amigas se miraron y sonrieron maliciosamente. Berta se quedó cabizbaja y en silencio. Se sentía como un animal en un mercado de ganado.

-Mónica, Isabel, ¿no quieren ver mi calesa? Está allí, después de ese carro.

-OK aún es temprano.

-Pues vamos.

Berta fue dejada sola y vio como las tres mujeres se acercaron a un vehículo tirado por un esclavo, que ya había notado antes. Era un esclavo joven, de unos veinte años. Estaba desnudo y encadenado como Berta a las astas de la calesa. Suscitó más interés que ella, pues era varón y guapo.

-Esta es mi calesa, y este mi esclavo. --Les dijo Carmen con orgullo.

El esclavo se puso de pie esperando las órdenes de su ama.

-Pero... ¡por Dios Carmen, lo conozco! Es Alejandro, Alejandro Del Río. Iba a nuestra escuela...

-Es cierto Carmen, es él, no hay duda.

-Sí, es Alejandro. --Confirmó Carmen con una sonrisa.

-¡Hola Alejandro! --Le dijo Mónica al joven.

El esclavo, rojo por la vergüenza y reconociendo también a sus ex compañeras, esperó un gesto de su ama para devolver el saludo.

-¡Hola Mónica! ¡Hola Isabel! --Se limitó a contestar Alejandro, callando enseguida y bajando la mirada.

-Carmen, ¿cómo lo conseguiste? Nos debes una explicación.

-Sí Carmen, ¿cómo es que Alejandro es tu esclavo? Desapareció de un día para otro en el último año.

-Bien, les explicaré. El último año de la prepa hubo una venta de esclavos, pero pocos se enteraron. Se subastaron unos cuantos alumnos y padres de alumnos que no habían podido pagar sus colegiaturas y tuvieron que ser embargados para cubrir las deudas. Yo compré a Alejandro.

-Lo tuviste bien escondido, no se supo dónde había ido.

-Eh sí, estuvo sirviendo en mi casa de campo, en San Andrés. Lo tuve que entrenar yo misma. Ahora es diestro, manso y obediente. Es un caballo de raza.

Mónica sintió envidia por Carmen, Alejandro le gustaba, había incluso buscado salir con él pero en ese entonces tenía otra chica.

-Carmen ¿Nos dejas examinarlo? ¡Porfis!

-Adelante, ¡por supuesto!

Mónica e Isabel se acercaron al esclavo para inspeccionar excitadas por la curiosidad. Le hicieron abrir la boca y sacar la lengua, manosearon sus músculos, pellizcaron sus pezones, agarraron su pene y sus testículos, y examinaron sus nalgas, acompañando con risas, miradas traviesas y comentarios divertidos aquel humillante examen corporal. Alejandro se moría de la vergüenza y su pene se puso duro y parado por la excitación.

-Es verdad Carmen, es un caballo de raza.

-Muy bueno en todo, la verdad, estoy satisfecha.

-Carmen te envidio. ¡Siempre tan afortunada tú! Uno de los chavos más guapos de la prepa es tu esclavo.

Mónica con una mano jugueteó con las pelotas de Alejandro, saboreando el instante de intenso erotismo. Agarró firmemente en la mano el grueso pene del joven y acercó su cara a la de él, lo besó tiernamente en la boca y le susurró algo en el oído y provocando al esclavo un frémito de excitación y embarazo que le erizó la piel. Lugo fue con Carmen y le reportó al oído lo que le había dicho a Alejandro: que en la escuela se masturbaba pensando en él. Las dos mujeres se rieron mirando al pobre esclavo mientras era manoseado por Isabel por detrás.

-Me imaginé que les iba a gustar. Saben qué? Lo podrán disfrutar en mi casa, la próxima semana voy a organizar una reunión de amigas de la prepa.

-Pobre Alejandro, se le puso bien duro..., no puede más. ¡Isabel deja de molestarlo!

Isabel que le estaba acariciando las nalgas le lanzó una mirada maliciosa a Carmen, que asintió divertida. Luego aferró el pene túrgido del joven y comenzó a frotarlo lentamente, luego con más velocidad, hasta que estalló con un chorro de semen que se esparció en el piso y salpicó las botas de Carmen. Las tres chicas se echaron a reír, sin cuidado de que pudiera salir un sacerdote a regañarlas. Confirmaron la cita para la reunión y se separaron.

Mónica subió a la calesa. El chasquido del látigo indicó a Berta que tenían que moverse. La calesa tomó la vía hacia el norte, entre el tráfico de la mañana. Se pararon finalmente en el estacionamiento de un supermercado, en el área reservada para caballos y carruajes. Antes de ir a hacer las compras, Mónica llamó a un lavacoches y le preguntó cuánto cobraba para dar una lavada a su esclava. Le contestó que eran veinte pesos para la mitad y cuarenta para el cuerpo completo. Mónica pagó por anticipado los veinte pesos para que Berta fuera lavada de la cintura para abajo, y recomendó que limpiaran bien los pies y el culo que apestaba. El chavo --de unos quince años- fue por una cubeta, champú y un cepillo y se dispuso a lavar a la esclava. Berta se sentía avergonzada y tuvo que soportar las miradas lascivas y las caricias impúdicas del chavo mientras era lavada como un caballo. Fue enjabonada y enjuagada cuidadosamente del ombligo hacia los pies, éstos fueron fregados con cepillo y dejados bien limpios. Finalmente, el chavo la secó con otro trapo y saludándola con una sonrisa se retiró para lavar a un esclavo encadenado a un poste. La sensación de frescura y el olor a jabón le agradaron a Berta y la ayudaron a olvidar la humillación. El ama Mónica regresó con dos bolsas llenas de compras, observó satisfecha la limpieza de la esclava, cargó las bolsas a la calesa y condujo de regreso a casa.

En los días siguientes las salidas en calesa de Mónica se hicieron habituales, haciendo uso de Berta o de Cristina. También Cristina tuvo que aprender a jalar el vehículo como un caballo, recibir latigazos en las nalgas y orinar y defecar de pie al lado del camino. En lugar de dejarla estacionada, Mónica prefería llevarla consigo en las tiendas para cargar con las compras, que acomodaba en una mochila en la espalda de la esclava.

Tetas, leche y café

Habían pasado y varios meses desde que Mario y Mónica habían ocupado su nueva casa. Berta amamantaba al pequeño Mauricio, primer hijo de su amo. Mónica era envidiosa pero por suerte se dio cuenta que estaba embarazada y su panza comenzó a abultarse. Cristina también esperaba un hijo de Mario, aunque no se notaba mucho por su gordura. Los dos niños nacieron a distancia de pocas semanas uno del otro. La familia comenzaba a aumentar. Para ampliar el espacio disponible, Mónica mandó construir una pequeña habitación anexa a la casa, utilizando parte del patio. Las dos ventanas y la puerta tenían barrotes, dentro había bancas de ladrillo cubiertas por colchas y aros empotrados en la pared, con cadenas y collares de hierro colgando. Mónica explicó a Mario que era un cuarto para que Berta y Cristina amamantaran los bebés y convivieran con sus hijos, y cuando éstos fueran más grandes, se convertiría en la habitación de los pequeños esclavos de la casa.

Mario inspeccionó el cuarto y se molestó, parecía una prisión. Se armó de nuevo una discusión y dijo que no permitiría que sus hijos fueran tratados de esa manera. Mónica fue intransigente y se impuso una vez más sobre su esposo. Berta y más tarde Cristina, fueron llevadas al cuarto, y encadenadas al muro con hierros en los pies y en las muñecas para amamantar y cuidar a sus bebés.

Las tetas de Cristina se habían abultado por la lactancia y si de por sí parecían ubres, ahora sin duda rivalizaban con ubres de vaca. Tenía mucha leche, más de la que necesitaba su pequeña criatura. Mónica que tenía menos, una vez al día la llamaba arriba para que diera pecho también a su bebé. Como nodriza recibió un trato más amable por parte de su patrona, que dejó de castigarla por un tiempo.

Una mañana, preparando el desayuno, Cristina se dio cuenta que faltaba leche, no podría preparar un caffelatte como le gustaba a Mario. Se le ocurrió que podría usar su propia leche y le pidió a su amo si quería ordeñar sus tetas. Mario se quedó sorprendido por la propuesta, pero le dio curiosidad de probar la leche de su esclava. Cristina se agachó apoyando las manos sobre la mesa. Mario, sentado, agarró una tras otra las enormes tetas y comenzó a chuparlas. Al sentir en su boca el sabor de la leche, puso su taza debajo de ellas y las agarró en la punta, con los dedos apretó los pezones, y apuntando hacia la taza, hizo que salieran chorros de leche, primero de una teta, luego de la otra, que se mezclaron con en el café caliente. Cristina se sintió aliviada y excitada, apretó sus tetas a la cara de Mario que se dejó ahogar. Mario comenzó a lamer y chupar mientras Cristina, apoyándose como pudo a la mesa con una mano, con la otra se masturbó frenéticamente hasta alcanzar el orgasmo. Luego se puso de rodillas y sacó el pene túrgido de su amo y se lo puso en la boca, chupándolo vorazmente y recibiendo el el semen en la garganta. Satisfecha, se puso de pie, limpió el pene de Mario con una servilleta y lo volvió a acomodar en sus calzones. Se lavó las manos y continuó en la preparación del desayuno, mirando de reojo complacida como Mario saboreaba su café con leche.

-Qué tal patrón, ¿cómo sabe el caffelatte hoy?

-Sabroso Cristina, muy sabroso.

-¿Quiere mi amo que se lo prepare así otros días?

-Me encantaría.

En eso llegó Mónica en pijama y preguntó por qué era más sabroso el café del día. Mario y Cristina se miraron con una sonrisa de complicidad.

-No había leche y Cristina usó la suya.

-Oh Dios... leche de esclava. Y qué tal, ¿sabe rico?

-Excelente. ¿Quieres probar?

-Bueno, probémoslo.

-Cristina sirve su café a Mónica, yo te voy a ordeñar.

Cristina se apoyó en la mesa junto a Mónica y Mario se acercó de lado para agarrar sus pezones. Con la taza debajo, los apretó uno tras otro atinándole a la taza de café, que recibió su dosis de leche. A Mónica se le hizo divertido y compartió el buen humor de su marido y de Cristina. Probó el caffelatte y le supo bien.

-Cristina, me gustó el café con tu leche. ¿Tienes suficiente para tu bebé y para mi hijo?

-Si patrona, tengo mucho.

-Entonces desde mañana te voy a ordeñar. Nos prepararás el desayuno con tu leche durante la lactancia. --Dijo Mónica, manoseando una de las tetas y apretando con los dedos el grueso pezón de la esclava que aun goteaba.

-Como usted guste patrona, mis pechos son suyos.

-Habrá que probar también la leche de Berta, ¿no crees Mario?

-Mónica... Berta casi termina su lactancia, no creo que tenga ya mucha leche. Sus senos son más pequeños.

-No son tan grandes como los de Cristina, es cierto, pero no son pequeños. Ya veremos, pero quiero probar también su leche. El sábado la voy a ordeñar.

Mario tiene que ceder

Las ausencias cada vez más prolongadas de Mario impedían que el pudiera supervisar la situación para que Mónica no se excediera en el trato a sus esclavas. Finalmente, tuvo que ausentarse por seis meses para cursar una especialización en Estados Unidos. Mónica aprovechó para modificar a su manera las reglas que se habían pactado.

Removió la blusa de Berta y la dejó completamente desnuda. Para ella y para Cristina consiguió nuevas cadenas, más pesadas. Compró e instaló una picota en el centro del patio, como castigo alternativo a la jaula y para aplicar con más eficacia los latigazos. Portaba consigo siempre el látigo de cuero, colgado a su cintura, usándolo también en la casa para dar énfasis a alguna orden. Hizo caso omiso de casi todas las recomendaciones de Mario y actuó como se le dio la gana.

Ahora antes de castigar a Berta y a Cristina en el patio, las hacía recostar en el piso y les meaba en la boca, obligándolas a beber su pipí. Según las nuevas reglas, la orina del ama era el único líquido que podían beber las esclavas durante un castigo, ya sea en la picota o en la jaula. Se lo administraba directamente o de una botella que había llenado anteriormente. Berta y Cristina tuvieron que acostumbrarse al sabor acre de la orina de la patrona mientras sufrían el castigo.

De una amiga suya Mónica tomó la idea de colocar un aro metálico en la nariz de las esclavas. Se suponía que las haría más sumisas. En días distintos, las llevó a una tienda especializada en perforaciones y allí les colocaron a las dos unos anillos en el septo nasal, como aros taurinos. Los anillos eran medianamente gruesos y cubrían parcialmente el labio superior. En la tienda le sugirieron a Mónica que pusiera también aros en la vagina, para colgar una plaqueta con el nombre de la esclava y de sus amos, o si quería, atar una cadena. A Cristina que ya tenía uno, se le agregó uno más. Ahora, las esclavas se podían jalar por la nariz o por la vulva, con cadenitas ligeras, que parecían más originales --pensaba Mónica- que una simple correa atada al cuello. No quiso ponerles aros en los pezones, porque estorbarían las tareas de amamantar a los bebés. Tampoco aceptó la sugerencia de marcarlas en la espalda o las nalgas con hierro para reses, o tatuarlas, pues las marcas eran permanentes y Mario se enfadaría demasiado a su regreso.

Berta y Cristina soportaron resignadas. Se consolaron entre sí, que podría haberle ido peor.

-No sé si pueda soportarlo Cristina, me da demasiada comezón.

-¿Qué cosa, el aro?

-Sí, los aros aquí. --Indicó su vulva con los dos aros fijados a los labios. Había sido rasurada en la tienda y Mónica le prohibió dejarse crecer de nuevo los pelos.

-Te acostumbrarás Berta, yo llevo años con un aro allí. Ahora tengo dos y no es tan diferente.

-No se... ¿y el aro en la nariz? Se ve feo. Parecemos reses.